domingo, 22 de septiembre de 2013

Gaviotas

En algún momento de agosto.

Nunca había estado tan cerca de las gaviotas como ahora. El fuerte viento que golpea el acantilado sirve como entretenimiento a estas curiosas aves. Al parecer, disfrutan extendiendo las alas y dejándose arrastrar por la corriente en las alturas, flotando en el aire hasta que deciden caer en picado y rozar el mar, para volver a subir y repetir el recorrido varias veces, como si aquello fuera un tobogán. En su canto juguetón se advierte el regocijo con el que se deslizan por los aires, y el sonido del viento y del mar armonizan con él formando una sinfonía única, especial, llena de una luz blanca y de tranquilidad. Es una vista preciosa. Transmite mucha calma y vértigo a la vez mirar desde lo alto del acantilado un mar sin fin que se extiende en todas direcciones y se difumina junto al cielo en el horizonte.

A medida que avanza el reloj y se apaga el canto de las gaviotas, el sol se acerca al mar creando un inmenso resplandor, que es a la vez azul y dorado, con reflejos argénteos en la lejanía, y que a medida que se aproximan a la costa se vuelven más oscuros como el plomo. El viento erosiona mi piel y la luz aclara mi cabello. De repente ya no me reconozco en aquel mismo lugar, pero esta vez oscuro y silencioso, sin gaviotas ni barcos. Parece que este ciclo también terminó y no estoy seguro de cómo ha podido ocurrir. Quiero pensar que el final aún no ha llegado, pero mis manos y mi frente arrugadas así lo sentencian. Un cuerpo sano, sin cicatrices, que abandona el mundo de forma silenciosa podría no haber existido nunca.
Al fijarme en la gruesa línea rosada que se posa sobre el mar y se convierte en un manto anaranjado que da paso a las primeras estrellas, me doy cuenta de que el sol sigue ahí.

Oigo de nuevo ese sonido peculiar y me encuentro una gaviota disfrutando de las últimas brisas del día. Planea con sus alas abiertas frente a mí, y se balancea despacio de un lado a otro. Intento alcanzarla con mis manos y, al extender mi brazo hacia ella, veo mis dedos alargándose ágiles y flexibles, con la piel suave y tersa. Desaparece el espejismo arrugado y consigo olvidarme de la oscuridad y de su silencio. Ha venido a salvarme de mí mismo, y a decirme que mañana habrá más viento.