miércoles, 12 de febrero de 2014

Reverso



Es un color sublime. Y los detalles en oro de las columnas. Es todo ostentación. La moqueta y las paredes se confunden. Y todos llevan máscaras. Y pajaritas y vestidos de gala. Algunas son estrafalarias, otras hiperrealistas, las máscaras. También las personas. Y los sofás. Hay detalles en esmeralda que contrastan con el color dominante. El color de la sangre. Enormes mesas están dispuestas con elegantes manteles blancos y todo tipo de cuchillos y objetos afilados. De diseño, nada barato. Los invitados se mueven cómodamente por el salón, sortean camareros vestidos de leopardo y trajes de ballet, enormes fuentes con diferentes coreografías acuáticas, y palmeras. Hay palmeras de todo tipo.

Comen y beben, celebran. Es una fiesta. Uno hombre elegante, como todos los asistentes podría ser cualquiera– se acerca a una de las mesas enfundado en su esmoquin azul marino y sus zapatos tan oscuros y a la vez tan brillantes como los filos y las empuñaduras de las navajas hacia las que se dirige. Su careta es de perro. Un cocker blanco y negro, pura caricatura. Y gigante. Empuña una daga, de tantas, estilo persa, bañada en oro y con motivos de águila grabados en la hoja. Es magnífica. "Bonita", le sugiere un compañero de frac negro y peluda cabeza de oso, con unos dientes imponentes cuidados al detalle. "La llevaré el resto de la noche" contesta, educado. Se conocen. "A mí me gusta usar varias, no recogemos nosotros". Y brindan. 

Es la banda sonora de la noche, cristales que se encuentran, joviales, y dejan en el aire agradables tañidos. Se mezclan los licores, el mejor champagne. En la barra whisky, brandy, ginebra, vodka. Alcohol fino, nada de ron. Los invitados comparten este baño de luces, se acomodan, se eligen. "Usted irá primero" se acerca el ciervo de peluche con cuerpo de sargento, de los condecorados, a una alargada muchacha vestida de corto, de un blanco pastel muy suave. La cabeza de lagarto de tela que sostienen sus hombros descubiertos esconde unas mejillas sonrojadas ante las tropelías de aquel hombre-ciervo. "Sólo si me alcanza". Y escapan juguetones con rudos y cortos filos romanos. Van a hacer el bien. Como el resto de invitados, pero en privado. Es un honor. 

Y llegan los monos al centro de la sala. Con gafas de sol y trajes blancos con camisas negras y corbatas doradas. La percha es perfecta. Y también la similitud. Se mueven al unísono, hasta cuando se arreglan la corbata. El gesto es milimétrico. Sólo con el pulgar y juntando los dos dedos principales aprietan el nudo y lo sacuden de izquierda a derecha con suavidad y el gesto soberbio y estático que ofrece su indumentaria homínida, y que seguramente reproducen bajo la careta. Caminan con poderío por la sala, y el resto de invitados quedan pico-abiertos, hocico-abiertos ante la maestría de sus máscaras. Y lo bien que lucen tras esos oscuros cristales. Cualquier hembra cae rendida ante el primate. Todos lo saben. Y ellos lo aprovechan, coquetean con ellas, las apartan de sus parejas en mitad de un montón de miradas de admiración.

Todos se hacen con puñales y cuchillos orientales, con formas irregulares y cómodas empuñaduras. A las mujeres les elegían instrumentos germanos. Se conforma entre ellos una danza improvisada, la música se apodera de sus cuerpos, se juntan. Una mujer de vestido verde y negro, con una larga cola y una careta que representa un flamenco se acerca a un tímido hombre-pingüino. Sin mediar palabra, abre su camisa con violencia y, sobre su pecho desnudo desliza una daga con dirección irregular, dejando una estela roja que emergía como las hojas de los árboles. El hondo suspiro de aquel hombre inaugura la actuación. Se abalanzan unos sobre otros, los que se habían elegido y los que no. Es una osadía. Vuelan gotas, es una tormenta de pasión. La sangre resbala por los brazos hasta descolgarse en los codos o en los dedos. Nunca se cruzaron sus miradas, sus máscaras lo impedían. Estaban donde querían estar. 

El acero frío se abre paso a través de los vestidos, surca sus pieles y alcanza su interior. El de todos. Había comenzado. Caen las copas, los licores, las botellas y los cuerpos sin vida. Tras las máscaras, sonrisas y lágrimas de alegría. 

lunes, 20 de enero de 2014

The wrong way to be. Or maybe not

Como en mis sueños, como cuando estaba de pie bajo aquella pérgola invadida por enredaderas y flores, en medio de un parque de un verde primaveral con motas de polen suspendidas en el tiempo, como si no corriera el aire y el mundo contuviera la respiración, como el instante previo a un gran bostezo. Yo cruzaba aquel pequeño sendero dibujado en el suelo con piedras redondeadas en relieve que se dirigía hacia una glorieta peatonal con una fuente en el centro, bastante sencilla y gris, donde uno podía sentarse a charlar con los paseantes sobre el bonito día que estábamos teniendo.

Y la vi. Al otro lado, alejándose por el camino perpendicular. Estaba de espaldas, y sólo sus pasos rompían esa quietud que envolvía el ambiente, a la vez con armonía en su ritmo pausado y una preciosa melena que parecía no estar afectada por la fuerza de la gravedad, ni por ninguna otra. Al contrario que su ligero y corto vestido marrón, que cubría sus sinuosas curvas con un interminable balanceo marcado por unos pasos firmes y a la vez parsimoniosos, su pelo parecía estar azotado por un cañón de viento celestial, que hacía protagonistas a sus largos mechones acaramelados y ligeramente ondulados que nunca terminaban de balancearse sobre sus hombros.

Fue un instante que duró varias eternidades. En ninguna de ellas fui capaz de respirar, ni mi corazón pudo latir, muy al contrario que mis pestañas, que me ofrecieron un millar de únicos e inigualables fotogramas que quedaron grabados en mi memoria como La Mejor Historia de Amor de Todos los Tiempos, con La Dama de Marrón como actriz de reparto, de figurante y como personaje principal. Ella misma dirigía la escena, y la ligera brisa que me acercó su aroma fue la encargada de distribuirlo por todo mi cuerpo. Tomó el control de mí.

A la vez, millones de recuerdos del futuro ocuparon mi mente. Paseábamos en barca por el lago que teníamos frente a nosotros, contemplábamos la luna nueva en París, corríamos por una extensa playa en calma. Yo, ingenioso y seductor, la tomaba de la mano ante la multitud de la Gran Vía de Madrid, y la de Times Square. Campanas y trompetas anunciaban el creciente júbilo que atravesaba mis costillas. Ella en la cama, con sus asombrosos muslos tostados por los primeros soles de febrero al descubierto. Yo desolado por su ausencia. Ella volviendo a mis brazos sin una explicación para regresar, ni tampoco para haberse ido. Yo, el mejor autor de novelas, haciendo mi magia en largos trayectos de tren, y ella, mi musa, la crítica más dura. Escritor de calidad, nunca lo suficiente. Ambos en el porche, mi mano sobre la suya y su melena cubriendo una cabeza sin rostro. Nunca vi su cara, pero sí sus manos arrugadas. Envejecíamos.

De vuelta a la realidad del parque, ella ya no estaba. La busqué con la mirada, corrí. Buscaba su vestido, su pelo. Fue inútil. Pero no era tristeza lo que me oprimía el pecho al saberla perdida para siempre. Seguía siendo alegría. Una alegría tal que no habría podido compartir con nadie. Inconmensurable, íntima. Y a pesar de que a veces me sorprendo buscándola en otras caras, me tranquiliza la certeza de que una vez estuvo. O de que nunca existió.