lunes, 20 de enero de 2014

The wrong way to be. Or maybe not

Como en mis sueños, como cuando estaba de pie bajo aquella pérgola invadida por enredaderas y flores, en medio de un parque de un verde primaveral con motas de polen suspendidas en el tiempo, como si no corriera el aire y el mundo contuviera la respiración, como el instante previo a un gran bostezo. Yo cruzaba aquel pequeño sendero dibujado en el suelo con piedras redondeadas en relieve que se dirigía hacia una glorieta peatonal con una fuente en el centro, bastante sencilla y gris, donde uno podía sentarse a charlar con los paseantes sobre el bonito día que estábamos teniendo.

Y la vi. Al otro lado, alejándose por el camino perpendicular. Estaba de espaldas, y sólo sus pasos rompían esa quietud que envolvía el ambiente, a la vez con armonía en su ritmo pausado y una preciosa melena que parecía no estar afectada por la fuerza de la gravedad, ni por ninguna otra. Al contrario que su ligero y corto vestido marrón, que cubría sus sinuosas curvas con un interminable balanceo marcado por unos pasos firmes y a la vez parsimoniosos, su pelo parecía estar azotado por un cañón de viento celestial, que hacía protagonistas a sus largos mechones acaramelados y ligeramente ondulados que nunca terminaban de balancearse sobre sus hombros.

Fue un instante que duró varias eternidades. En ninguna de ellas fui capaz de respirar, ni mi corazón pudo latir, muy al contrario que mis pestañas, que me ofrecieron un millar de únicos e inigualables fotogramas que quedaron grabados en mi memoria como La Mejor Historia de Amor de Todos los Tiempos, con La Dama de Marrón como actriz de reparto, de figurante y como personaje principal. Ella misma dirigía la escena, y la ligera brisa que me acercó su aroma fue la encargada de distribuirlo por todo mi cuerpo. Tomó el control de mí.

A la vez, millones de recuerdos del futuro ocuparon mi mente. Paseábamos en barca por el lago que teníamos frente a nosotros, contemplábamos la luna nueva en París, corríamos por una extensa playa en calma. Yo, ingenioso y seductor, la tomaba de la mano ante la multitud de la Gran Vía de Madrid, y la de Times Square. Campanas y trompetas anunciaban el creciente júbilo que atravesaba mis costillas. Ella en la cama, con sus asombrosos muslos tostados por los primeros soles de febrero al descubierto. Yo desolado por su ausencia. Ella volviendo a mis brazos sin una explicación para regresar, ni tampoco para haberse ido. Yo, el mejor autor de novelas, haciendo mi magia en largos trayectos de tren, y ella, mi musa, la crítica más dura. Escritor de calidad, nunca lo suficiente. Ambos en el porche, mi mano sobre la suya y su melena cubriendo una cabeza sin rostro. Nunca vi su cara, pero sí sus manos arrugadas. Envejecíamos.

De vuelta a la realidad del parque, ella ya no estaba. La busqué con la mirada, corrí. Buscaba su vestido, su pelo. Fue inútil. Pero no era tristeza lo que me oprimía el pecho al saberla perdida para siempre. Seguía siendo alegría. Una alegría tal que no habría podido compartir con nadie. Inconmensurable, íntima. Y a pesar de que a veces me sorprendo buscándola en otras caras, me tranquiliza la certeza de que una vez estuvo. O de que nunca existió.

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